Tara: El renacimiento de la Libertad

Por: Lakshmi

Se llamaba Tara. Era hermosa y virtuosa, en ese estilo especial latinoamericano, abundante en sutilezas, amable en su sonrisa y dueña de fuego en su espíritu. Ella emanaba la extraordinaria calidez con la que la gente expresa sus afectos en esta parte del mundo.

Tara nació en Argentina y sus bisabuelos llegaron a este país procedentes de Italia y Europa del Este. Sus ancestros tenían una interesante mezcla de cristianismo y judaísmo, con una dosis saludable de agnosticismo. De sus padres recibió una educación intelectual fascinante, que incluyó la influencia del psicoanálisis. Ahondó con pasión en la mitología y filosofía de las culturas antiguas. Y aunque provenía de un entorno privilegiado, pronto se dio cuenta del valor de una vida simple, la importancia de la búsqueda de la sabiduría y el deber de dirigir su voluntad hacia acciones para hacer un mundo mejor.

Observar sus movimientos gráciles era apreciar poesía y mientras hablaba sus ojos brillaban hasta el punto de que en ocasiones sus interlocutores a veces escogían sólo refugiarse en su presencia. Un beso en la mejilla, como es costumbre saludar en su país, era suficiente para sentir su dulzura y belleza. Sus atributos, más allá de lo físico, estaban conectados con su exquisito corazón y humildad. 

A pesar de su indudable belleza y rebosante felicidad, guardaba una sutil melancolía. Tara no sólo era una mujer interesada por el mundo de los sentidos y el intelecto, era un ser consagrado al camino del espíritu, una mujer sabia. Con tan sólo treinta y ocho años, había viajado a diferentes lugares del mundo; aprendido yoga y la meditación en Asia, y explorado en los Andes los rituales chamánicos de los pueblos indígenas. 

Había recibido una educación universal y sintió en ocasiones la emancipación propia de los librepensadores. Sintió el poder de ser dueña de su cuerpo, construyó su futuro profesional y experimentó atisbos de un mundo más allá de la realidad de los sentidos en algunos amaneceres asiáticos. Sin embargo, la sed de su alma no fue saciada. Los constantes desafíos de su existencia y los sufrimientos del planeta en ocasiones abrían las puertas a la desolación

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Era aún de madrugada y Tara se preparaba para su práctica de meditación diaria, una costumbre que había adquirido en Japón. Le gustaba despertarse, vencer con voluntad su somnolencia, percibir el silencio y permitir una apertura para la luz azul matutina. Después de unos minutos, su cuerpo cansado distrajo su mente y supo que necesitaba ayuda extra. Pausó y tomó un sorbo de su mate mezclado con hierbas aromáticas. Disfrutaba este tiempo, sólo sentarse y estar presente con ella misma.

Recobró su postura meditativa y cerró sus párpados. Después de las idas y venidas de su mente, comenzó a percibir una intimidad con ese lugar especial, refugio del ruido de la vida. Luego de breves instantes, una reflexión emergió: se dio cuenta de que su relación con su mundo interior era muy diferente al vínculo con los demás. Detrás de su carismática personalidad, habitaban voces divergentes, inseguridades y emociones no resueltas. Quiso regresar al pacífico jardín interior, pero hizo un esfuerzo de mirarse con coraje. Este estado de presencia desplegó ante ella recuerdos, dolores, injusticias y limitaciones. No era una sensación placentera, pero aceptó la invitación a sanar, el llamado a la integración y la trascendencia.

Fue tan poderosa la experiencia que debió volver al mundo exterior. Al frente tenía su mesa de altar. Era pequeña y estaba cubierta con una tela de la India con vívidos colores. En el centro había una estatua, rodeada de fotos de sus maestros; al frente, una vela y un poco de incienso, y en los espacios restantes, pequeños símbolos de lugares donde había atisbado ese mundo que ahora se hacía palpable: piedras, plumas y flores secas. Observó con atención el titilar de la vela, percibió el hilo de humo del incienso, sintió su olor y comenzó a alinear su conciencia. Miró la mesa con más detalle, sosegó sus ritmos y entró nuevamente en estado meditativo.

Adoraba recitar mantras y con su dulce voz entonó: “Om Mani Padme Hum”, el mantra sánscrito que, entre otros significados, invocaba las fuerzas de la sabiduría y la compasión, “la joya en la flor de loto”.

Postura firme, lentitud en sus pensamientos, los sentidos al servicio del refugio, un Testigo, una mente amplia… el Ser. Sintió cómo atravesaba un puente dorado, desde los estímulos exteriores hasta el santuario interior. Quiso habitar en este estado por más tiempo, pero su inquietud la alejó de la eternidad. A pesar de su voluntad, se dio cuenta de que había regresado al torrente de sus pensamientos. Recuerdos del día anterior, una situación que la había molestado, la ansiedad sobre su futuro y el sufrimiento de la humanidad.

Tara perdió la paciencia y soltó una frase: “¡Estás esforzándote demasiado¡”. Hubo un momento de incomodidad, silencio y una sonrisa. Respiró hondo y se dijo: “Sólo relájate”, estaba acostumbrada a estos diálogos. Comenzó una relajación consciente, posó sus manos sobre su estómago, inhaló y exhaló llevando el aire hacia ese lugar, pronto se sintió mejor. 

Adoraba recitar mantras y con su dulce voz entonó: “Om Mani Padme Hum”, el mantra sánscrito que, entre otros significados, invocaba las fuerzas de la sabiduría y la compasión, “la joya en la flor de loto”. Cantó suavemente con diferentes tonalidades la milenaria frase y su mente se unificó. Pausó y permitió que la vibración siguiera su curso en ella. El poder de las palabras la devolvió a la fuente de sí misma. Con delicadeza movió su centro de atención para identificarse con su Ser, el hogar de la observadora interna. Ella sabía que en este punto sólo debía mantener esta atención. Entonces, como si se tratara de un movimiento natural de su conciencia, trascendió su personalidad.

Fue en ese instante cuando Tara experimentó lo que tantas veces había leído. Sintió una presencia delicada pero poderosa. Su Ser se expandió y a la vez fue disolviéndose, para fundirse con la totalidad de las existencias. Se abrió a esta experiencia y ​​de repente, en lo que parecerían pocos segundos, se sintió unificada con toda la realidad al ritmo de la danza de lo sagrado. Una gran ola de poder y paz llegó estrepitosa hasta ella, seguida de un éxtasis nunca desconocido. Se sintió libre, fluida e ilimitada. 

Percibió que había estado en esta experiencia por un largo tiempo; entonces, con la misma elegancia con la que fue raptada, comenzó a darse cuenta nuevamente de su regreso a la pequeñez. Sentimientos de asombro emergieron y palabras de júbilo brotaron en su mente. Aún con sus párpados cerrados, quiso acercarse a la presencia sagrada, pero ahora su mente estaba activa.

Observó con atención su mente y notó en ella una sutil pero poderosa diferencia. Comprendió que la experiencia de esta fuerza consciente había sido Real y se dio cuenta de una semilla de sabiduría que empezaba a germinar. Abrió sus párpados, observó el altar, deshizo la postura, juntó sus manos e hizo una venia.

Tara se levantó, miró a través de la ventana y sonrió. Sintió el abrazo de la sencillez y la humildad. “Gracias”, dijo en voz alta. Todos los pasos del pasado habían abierto el camino hacia este renacimiento. Ese día, en la intimidad, floreció en ella la sabiduría del amor y la compasión universales

Foto: Chelsea Shapouri, Unsplash

2020-04-20T18:15:32+00:00 20/04/2020|