Luke: El comienzo del Viaje

Por: Lakshmi

Se llamaba “Luke”. En realidad, su nombre de nacimiento era Lucio, que en latín significa el luminoso o nacido al amanecer. Ese nombre había sido escogido por su padre, un académico de las lenguas antiguas, amante de la obra enigmática Metamorfosis de Lucio Apuleyo. Nació en una familia tradicional inglesa, donde primaban la disciplina, la rectitud, el amor por los animales y la pasión por la vida en el campo. Creció en el oeste del país, cerca de Glastonbury, una región donde palpitaban el misticismo pagano y las leyendas del Rey Arturo.

Su abuelo fue una figura fundamental durante su infancia, e inspiró en él paz y sabiduría. También fue su guía para encontrar el amor por la literatura. Luke recordaba con claridad el día en el que su abuelo se sentó frente a él y le dijo: “Los libros son una puerta extraordinaria para descubrir los misterios de los mundos visible y invisible”. Fueron muchas las horas que pasó sentado en la biblioteca de su familia, con la música de Debussy flotando en el aire y un libro de tapa dura entre sus manos, transportándose a mundos exóticos.

Luke era alto y espigado, su era cabello oscuro y sus ojos avellanados transmitían calidez. Su mente era rápida y de gran erudición. Pero tenía una gran sensibilidad y un corazón de soñador. Era elegante y bondadoso. Su presencia atraía y hacía amigos con facilidad, pero sus tiempos favoritos transcurrían en soledad, caminando por las praderas y los bosques ingleses, con un libro y un diario para escribir. Había heredado esta costumbre de su madre, una mujer independiente y una talentosa pintora, quien le enseñó a apreciar la naturaleza.

Estudió un pregrado y una maestría en Literatura en la Universidad de Bristol. Quería inspirar la pasión por los libros en las nuevas generaciones y siguió su vocación por la educación. Cuando cumplió veinticuatro años, se mudó a Londres, para experimentar el ritmo de la metrópolis y perseguir su sueño. En la capital vivió una vida sencilla, en un pequeño departamento cerca de Greenwich, a orillas del río Támesis y con vista a un apacible parque.

Bolígrafo sobre un cuaderno escrito.

 

Habían pasado tres años desde su llegada a la gran ciudad. Era un sábado de octubre y el viento de otoño remolinaba las hojas secas. Luke había tenido una semana desafiante y sentía la sobrecarga de trabajo. Esa mañana, se despertó con un diálogo interno inquietante. Se consideraba un estudiante eterno y encontraba placer en descubrir verdades sobre sí mismo y el mundo a través de la mente. Al comienzo de su carrera, sintió que sería capaz cautivar a sus alumnos con el pensamiento y la palabra. Soñaba además despertar su curiosidad a una de sus más intensas pasiones: la literatura de Oriente. Este podía ser un camino hacia la aceptación de la diversidad de realidades y formas de vida.

Sin embargo, ahora se sentía insatisfecho y desamparado. Por supuesto, tuvo estudiantes excepcionales, que se contagiaban con su entusiasmo y descubrían el placer por la lectura. Pero en general, los jóvenes permanecían en una suerte de sopor y era una batalla despertar su interés. En el último tiempo, se había dado cuenta de que su relación con los libros era cosas del pasado. “¿Por qué parecemos tan distraídos y agitados? ¿Por qué hemos perdido la sed por conocer y por otras miradas?” A pesar de las respuestas que se apresuraban en su mente, se sintió impotente.

Se preparó una taza de té negro, con un poco de leche, volvió a la cama y comenzó a leer. Se trataba de un libro del pensador y místico estadounidense Ken Wilber. Admiraba de este autor su forma de integrar las filosofías orientales, a veces difíciles de comprender para una racionalidad occidental, con los descubrimientos de la psicología. Abrió una página donde el escritor describía dos caminos para el crecimiento humano: el desarrollo y el despertar. “El desarrollo se asocia con las estructuras que componen el proceso de maduración psicológica y su fin último es la plenitud. Por su parte, el despertar se relaciona con los estados para alcanzar una Libertad radical, o en palabras del budismo zen: el Rostro Original”.

Continuó leyendo y Wilber afirmaba: “El desarrollo psicológico posibilita un florecimiento en el mundo; mientras que el despertar de la consciencia, a través de estados meditativos, puede llevar a un nexo amoroso y creativo con la existencia”. Interrumpió la lectura y se sintió abrumado por la complejidad: “¡Qué vastas experiencias! ¿Serán posibles estos estados?”, exclamó en voz alta.

Pudo ubicar la personalidad que actuaba en el mundo, y después hizo un esfuerzo para ubicar su testigo interior.

Se quedó en silencio y contempló estas dos realidades. Intentó ubicar su ser psicológico y quiso indagar si era posible percibir una realidad adicional. Entonces comenzó un florecimiento en su consciencia. Permitió el desplegar de la pregunta y su mente ganó claridad. Pudo ubicar la personalidad que actuaba en el mundo, y después hizo un esfuerzo para ubicar su testigo interior. Despacio, como había leído en varias obras, relajó esta visión para evitar un estado más expansivo en su ser. Pronto, los problemas que iniciaron la reflexión se desvanecieron. El gozo habitó su consciencia y el tiempo abrió sus alas con generosidad.

Se levantó con lentitud y miró a través de la ventana en dirección al parque. La belleza lo tomó desprevenido, y sintió un brillo de asombro como una caricia. Los pájaros trinaban y la dulzura del canto lo conmovió. El gris de su corazón recibió los colores de la inocencia. La sensación lo paralizó y parpadeó con intensidad. Era difícil creer que esa escena simple produjera este rapto. Quiso recuperar su ‘principio de realidad’, pero había una parte de él que estaba lista para abrirse a este deleite.

Se acercó a la ventana, descorrió las cortinas totalmente y se dejó caer en una silla. Entonces se percató de que hasta ese día no había ‘visto’. En aquella fría ciudad de cielos encapotados, el sol con su luz intensa se refugiaba en las nubes y sólo algunos rayos delicados lograban posarse sobre los objetos para transformarlos. Luke observó fascinado cómo la escena cotidiana se tornó una obra de arte con grácil movimiento. Las formas y sus sombras; los verdes y dorados de las hojas de otoño, y la brisa invisible y poderosa embelesaron su corazón. Observó las formas y al mismo tiempo tuvo la consciencia de un vacío interior. Había sensaciones y apertura, pero los pensamientos y las ansiedades se desvanecieron. El tiempo transcurría en un eterno presente.

Fue entonces cuando resonaron las palabras lejanas de un libro de su pasado. Ahora comprendía que la belleza había generado un estado de libertad y este puente dorado lo había guiado hacia una parte profunda de sí mismo. Sin buscarlo, se había unificado con el flujo de las existencias. Las palabras que emergieron con fuerza fueron las del maestro tibetano Kalu Rimpoché, quien habló de tres pasos hacia la sabiduría: el estudio, la reflexión y la experiencia. Como si se tratara de un hilo que atravesaba su existencia: los primeros libros que había leído con su abuelo; la dedicación y amor por las letras; las conversaciones con sus alumnos, y su constante necesidad de preguntarse por el orden de las cosas, se habían entretejido para crear una alquimia justo en el medio de una crisis.

La universalidad proveniente de sus lecturas y la claridad alcanzada por su autoindagación posibilitaban una transformación que bramaba en su interior. Supo que estaba dando los primeros pasos para vislumbrar una realidad que los sabios habían experimentado por siglos. Se sintió inspirado para continuar con esta fascinante investigación interior y vivir otras formas de acercarse a la realidad. Escogió música de flauta japonesa y comenzó a escribir. Comenzó su Viaje a las profundidades de su existencia.

 

 

Fotos: Radu Emanuel y Aaron Burden (Unsplash). 

 

2020-09-28T14:29:03+00:00 25/09/2020|